La creciente exigencia de contenidos eficientes, cuyo rendimiento comunicativo sea máximo, es decir, ligeros a la vista y eficaces para la comprensión, capaces de convertir la información en conocimiento, ha sido favorecida por la irrupción de las redes sociales y la mensajería instantánea como estilo de vida del milenio.
La sociedad en el siglo XXI ha dado origen a una generación de nativos digitales a la que se une la colonización virtual del resto de la población. La infografía vive su edad de oro, alcanzando el summum en marcos pedagógicos, informativos y educacionales. Los entornos virtuales no siempre precisan ser realistas, en ocasiones el minimalismo se impone en el 2D y una finalidad expresiva o simplificadora justifica la demanda en 3D de escenarios de baja poligonización y estilo faceteado. Uno de los primeros trabajos en 3D de quién suscribe este artículo, fue realizado desde el otro lado de la ventana, durante el periplo de este humilde docente en el seno de de la comunidad educativa. El uso de nuevos canales de transmisión, en un particular contexto social que favorece la imagen y penaliza el código de texto, encuentra en la interactividad un aliciente para el aprendizaje.
La teoría fenomenológica desarrollada por Cassirer (1971) en su Filosofía de las formas simbólicas, arguye que el símbolo es una expresión lingüística, artística o mítica de carácter “espiritual” que trasciende al mundo sensitivo y, codificada o aprehendida en sociedad, se hace perceptible a la vista, el oído o el tacto (p.51). Éste es el principio que nos empuja crear conceptos, ver figuras en las nubes, escuchar psicofonías, o afirmar conocer a personas que tienen una Cruz de Caravaca en el paladar. Navarro, 2019.